Comentario
Esta fuerza interior traspuesta al exterior aún vamos a verla reflejada de manera magistral en el San Antón, de su ermita de Murcia (h. 1746), de cuya cabeza también se conservó boceto en barro, y el archiconocido San Jerónimo de su monasterio (1755), enclavado en medio de la huerta, hoy en el museo de la catedral de Murcia. En una, la cabeza presa de santa cólera se acompaña de las dramáticas quebraduras que hace el hábito al moverse el anciano con una fuerza sobrehumana para vencer al diablo; en la otra es la fuerza mística la que asoma, contrastando con la anciana anatomía, surcada por las arrugas de piel que han creado el hambre y la penitencia. Con estas esculturas hemos entrado de lleno en la época dorada del artista, aquella en la que sólo salían de su taller obras maestras, tales como Los cuatro Santos de Cartagena (1755): San Isidoro, San Leandro, San Fulgencio y Santa Florentina, así como las imágenes de San Francisco y Santa Clara adorando el Santísimo Sacramento; pocas veces se ha visto en la escultura española una expresión de arrobo místico como la que asoma al rostro de la santa, hemos de volver a él y mirar el de la Dolorosa, pero son igualmente magistrales las manos que sin llegar a tocar el pecho parecen querer contener el último pálpito de vida terreno que aún le queda.
Es también a partir de la década de los cuarenta cuando crea sus grandes modelos iconográficos que luego se repetirán insaciablemente en su taller y, después de muerto, por sus seguidores. En 1746 firma el San José para la iglesia de Ricote; esta vez lleva al Niño en brazos y éste provoca la sonrisa del Santo gracias a su parloteo y gesticulación. En 1744 contrataba una Inmaculada para el convento de la Concepción de Albacete, hoy en las Justinianas, de Murcia: el tipo es todavía canesco, muy erguida, con túnica y manto que se ciñen a la altura de los tobillos y sobre peana pequeña con cabezas de serafines; las manos sobre el pecho, la mirada hacia el cielo y el cabello desviado hacia uno de los lados. Muy parecidas son las de la parroquia de San Miguel, y la de Clarisas, de Lorca, y llegará a la monumental de San Francisco (La Merced), de más de dos metros de altura, obra ya de hacia los años 70. Desgraciadamente fue destruida, pero las buenas fotografías existentes la muestran mirando hacia los fieles, más madura de edad, y bien apoyada, con sus dos pies visibles en la ancha peana de nubes por la que revolotean angelitos.
El Nazareno de Huércal Overa, imagen de vestir, está asimismo fechada en 1749; su tipo se corresponde con el de amplia tradición en España que, mientras camina con la cruz a cuestas, desvía la cabeza para mirar al que ora a sus pies; la belleza del modelo y una honda compunción en la mirada mueve más fácilmente a la compasión del que contempla.
Esa misma belleza y suavidad de facciones tienen sus crucificados; ni siquiera el paño de pureza llama la atención ya que se adhiere a la pelvis sin apenas plegados que vuelven. Sólo es el rostro vuelto al cielo en el momento de la expiración en el Cristo de la agonía, el que centra todo el interés. El Cristo de la Expiración del Hospital de la Caridad, de Cartagena, supone una interesante excepción por la convulsión que registra su cuerpo en el momento final de su vida. Y hermosísimo y de perfecta realización es el del convento de San Francisco, de Orihuela.
Pero fue ideando y realizando pasos procesionales en lo que llegó a maestro absoluto y así se le reconoció y reconoce aún en la actualidad.
El primero de que se tiene noticia fue un Prendimiento que, en 1736, hizo para la cofradía de Jesús, y al año siguiente, un San Juan para la misma cofradía; uno y otro fueron sustituidos más tarde por el mismo maestro y, el primero de ellos, vendido a Lorca, como La Cena paterna.
El año 1740 ya crea uno que marcará hito y creará huella indeleble. Se trata de La Virgen de las Angustias, para los Servitas, de San Bartolomé, extraordinario grupo de la Virgen sentada al pie de la cruz captada en el momento en que le bajan a su hijo muerto. Se le han buscado antecedentes, y de hecho los tiene, en Annibale Carracci, en Luisa Roldán y en la Virgen de la Caridad, obra de Giacomo Colombo, que llegó a Cartagena desde Nápoles en 1723. Pero nada de lo citado supera en dramatismo y sensibilidad lo creado por él. El éxito fue tal que tuvo que repetirla hasta cuatro veces: Lorca, Yecla, Dolores (Alicante) y Alicante (iglesia de Capuchinas), variando ligerísimamente en algunos detalles, y siendo sólo la de Yecla comparable en calidad a la murciana, aunque más contenida en su dolor (1763).
En el año 52, don Joaquín Riquelme y Togores, mayordomo de la tantas veces ya citada cofradía de Jesús Nazareno, le encargó a su costa los pasos de La Caída y La Oración del Huerto en los que, de nuevo, acierta plenamente. Los dos son pasos de cinco figuras y en ambos se mezcla el Cristo de vestir con el tallado completo de las otras figuras. En La Caída se recoge el momento en que Jesús cae al suelo por el peso de la cruz, Simón de Cirene le ayuda a levantarla y dos sayones intentan incorporarlo a base de tirar de una cuerda atada a su cuello y de los cabellos, golpeando al tiempo la cabeza: un soldado contempla la escena y no actúa. También aquí se ha echado mano de todos los recursos posibles para conmover: Cristo sigue siendo de unas facciones bellas (como siempre y en todos los pasos) y mira al que tira de la cuerda sin odio pero con insuperable fatiga; una espina de la corona atraviesa el párpado creando un pliegue de auténtica valoración cárnica, el cabello es natural y se mueve durante el recorrido, así como su ropaje, y frente a esto los sayones se enfurecen, sobre todo el que tira de su cabello y le golpea. No son éstos como los de los pasos castellanos, personajes feos o grotescos; sus cuerpos están bien formados y sus facciones son bellas (el que golpea se ha comparado desde siempre, y con acierto, al Angel de La Oración), sólo la ira, cólera o mezquindad alteran sus semblantes con expresiones horribles.
La Oracion del Huerto es el paso más famoso de Salzillo y su ángel mancebo la obra más alabada. Está también compuesto de cinco figuras y, asimismo, la de Cristo es de vestir. En la parte delantera duermen Santiago, Pedro y Juan, cada uno en una postura y evidenciando una fase del sueño (Pedro en duermevela, incorporado y con la mano en la espada), y tras ellos el grupo de Cristo y el Angel que, contra toda costumbre, es un apolíneo joven que le sujeta en su desmayo pasándole el brazo izquierdo por los hombros, mientras le señala el cáliz con el otro brazo, que, curiosamente, aparece sobre una palmera. Mucho se ha hablado de la morbidez e inquietante ambigüedad de esta figura; ha generado todo tipo de leyendas para intentar explicar su singularidad, incluso la de haber sido diseñado por un verdadero ángel que pidió asilo en la casa del escultor bajo la apariencia de mendigo, historias todas ellas que demuestran el nivel de integración de estas obras en el pueblo murciano. También este paso tuvo que repetirlo, y en este caso para los Californios de Cartagena del que sólo quedan los apóstoles durmientes.
Aún hizo otros tres pasos de múltiples figuras y destinados también a la misma cofradía. A 1763 corresponden el de La Cena y el de El prendimiento. A 1777, el de La Flagelación o Los Azotes.
El primero abre la comitiva del Viernes Santo murciano, siempre adornado de flores blancas y con la mesa atestada de todos los manjares imaginables. A uno y otro lado de ella se sientan los apóstoles (5 y 6), quedando el frente, que abre la marcha, vacío, y situándose en el frontal Cristo con San Juan dormido sobre su regazo. En realidad, la escena no permitía muchos alardes compositivos, pero los variados gestos de los apóstoles, sentados en taburetes para poder dejar libres sus ropajes, ayudan a dar la movilidad precisa.
Cinco figuras vuelven a aparecer en El Prendimiento; en la parte delantera Pedro ha derribado a Maleo y se apresta a herirle con la espada; de nuevo vuelve a aparecer la furia del anciano condensada maravillosamente en el brazo que empuña la espada. Detrás, otro grupo de dos: Cristo y Judas que le besa y estrecha en tan ceñido abrazo que ambas figuras tuvieron que ser talladas en el mismo tronco. La quinta figura es un soldado, el de La Caída, que presencia la escena presto a intervenir.
El tema también se hizo para los Californios, de Cartagena, aunque con imágenes de vestir y denominado El Ósculo (destruido), pero además se enriquecía esta cofradía con el momento inmediato posterior, el auténtico Prendimiento (lo de Murcia es en realidad El Beso) que representaba a Cristo, de vestir y maniatado, llevado por dos soldados. Este también se repitió para la iglesia del Carmen, de Mula.
El último de varias figuras y asimismo el último para la cofradía murciana, fue el de Los Azotes, la flagelación de Cristo llevada a cabo por dos sayones que se ocupan a fondo en ello, mientras un tercero, ya cansado y recostado en el suelo, le saca la lengua. Lo entregó en 1777 y se viene criticando en él un descenso de calidad, que achacan a la avanzada edad del artista y a la industrialización experimentada en el taller. Yo disiento de tal crítica, pues en los sayones veo la misma fuerza acostumbrada, en Cristo una estética praxiteliana y en la composición el mayor acierto para enriquecerse con la contemplación desde cualquier punto de vista que busquemos en un giro de 360°.
Pero entre los dos primeros pasos y el de La Cena, realizó otros tres de figura única, que podemos considerar como auténticas cimas de su arte. En el 55, La Verónica, figura de una exquisita elegancia rococó. Al año siguiente hizo La Dolorosa, imagen de vestir pero con el cabello tallado a la perfección para que se pueda jugar con la colocación del manto; mujer de una gran hermosura facial, no descompuesta por el gesto que, inundada en lágrimas, busca a su hijo por la Calle de la Amargura. El último fue San Juan (1756), caminando también tras El Nazareno y señalando el camino con el dedo índice; de nuevo vemos aquí la mayor sabiduría compositiva en la leve torsión de su cuerpo que potencia los múltiples ángulos de contemplación.
Este mismo año hizo también el Cristo a la columna, para el monasterio de Santa Ana del Monte, de Jumilla. Aquí está solo e inclinado sobre la columna con las piernas entreabiertas para mantener el equilibrio, presentando un mayor patetismo que el murciano.
Y ya para terminar, señalar otros desaparecidos como el curioso tema de Cristo y la Samaritana (1773), los de San Juan (1751) y Santiago (1766) para los Californios de Cartagena. Otro San Juan, más compugido, para los Marrajos, de la misma localidad, y unos Azotes para Librilla.